Campos de migrantes, perseguidos y refugiados

Roma, 21 de junio de 2018 – Si los siglos XVII, XVIII y XIX fueron clasificados, respectivamente, como Era de la Razón, Era de las Luces y Era de las Revoluciones, el sociólogo polaco Zygmunt Bauman propone para el siglo XX la denominación de Era de los Campos de concentración. Se refiere particularmente a las máquinas de exterminio de los regímenes totalitarios de Hitler, como Auschwistz; y de Stalin, como Gulag (Cfr Bauman, Zygmunt. La vie en Miettes, expérience postmoderne y moralité, Ed. Pluriel, París, 2014, pág. 178-182). Es demasiado conocido y notorio como millones de personas perdieron la vida en esas antecámaras del infierno.

Pero los campos de concentración no terminaron en el año 2000. Pasadas casi dos décadas del siglo XXI, es posible identificarlos en diversos puntos del planeta. Cierto, no consisten exactamente en campos preparados para un exterminio objetivo, preciso y calculado. Ni por ello dejan de albergar, en condiciones precarias e inhumanas, millones de seres humanos sin patria. No faltan los ejemplos: el pueblo de origen Rohingya expulsado de Myanmar y refugiado en un campo de Bangladesh; los que se originan en Oriente Medio y en África subsahariana, amontonados en los campos de Libia; los fugitivos de la guerra de Siria, prácticamente detenidos en campos de Turquía; los venezolanos que escapan de la crisis de aquel país, retenidos en la frontera con Colombia o con Brasil; los haitianos e hispanoamericanos, conviviendo con expatriados en la frontera entre Estados Unidos y México; los filipinos e indonesios en la isla de Batam, Indonesia, con la esperanza de alcanzar Eldorado de Singapur, y así sucesivamente.

En el mismo tema, podemos retomar las palabras del filósofo alemán Jurgen Habermas en la última década del siglo XX: «Europa debe hacer un gran esfuerzo para mejorar rápidamente las condiciones de los sectores más pobres de la población, tanto en Europa central y oriental, que el continente será sumergido por un flujo de demanda de asilo y de inmigrantes «(Cfr .: Habermas, Jurgen, Ciudadanía y unión nacional, reflexión hecha en una cumbre sobre el futuro de Europa en abril de 1992). Como se puede ver, su previsión sigue más válida que nunca.

De la misma forma que la economía, el fenómeno migratorio también se globalizó. Se convirtió definitivamente en planetario. Además de los campos arriba citados, se cuentan también por millones el número de migrantes, perseguidos y refugiados que siguen errando por las carreteras del globo. Se debe, en parte, al hecho de que las migraciones actuales difieren de las llamadas migraciones históricas. Estas últimas, durante el siglo XIX y principios del siglo XX, tenían un origen y un destino más o menos predeterminados. El desarraigo en el viejo continente era compensado por un nuevo enraizamiento en las nuevas tierras de América, Australia o Nueva Zelanda. Hoy las migraciones se hacen por etapas. La tierra natal es siempre el lugar de partida, evidentemente, pero se ignora el lugar de llegada. Cada paso representa, al mismo tiempo, un punto de llegada y un intento de fijación. Pero permanece abierta la posibilidad de reanudar la carretera. El punto de llegada puede convertirse en un nuevo punto de partida.

De ello resulta que los nuevos desplazamientos humanos se caracterizan, entre otros factores, por un vaivén repetitivo y desordenado en el complejo ajedrez de la geopolítica mundial. Si bien es cierto que las aves y las semillas migran en las alas del viento -como escribía Mons. J. Scalabrini- es igualmente cierto que los migrantes lo hacen en el rastro de las migajas y oportunidades ofrecidas por una economía cada vez más globalizada. De otro lado, con la creciente dificultad de obtener los documentos para una migración legalizada, debido a la criminalización de la movilidad humana y de los migrantes, se verifica una erupción volcánica en los territorios fronterizos. Estos se convierten en verdaderas ollas de presión a punto de estallar.

En el fondo, esa «economía que descarta, excluye y mata» -como diría el Papa Francisco- se alía a una extrema derecha, nada raro en la orientación neofascista y xenófoba, que discrimina, rechaza y selecciona con rigor los que pueden disfrutar de los beneficios de la técnica y del progreso. Los demás están condenados al éxodo, al exilio y a la diáspora. Les queda caminar sin tregua y golpear a las puertas de mentes y corazones cada vez más cerrados y endurecidos.

P. Alfredo J. Gonçalves, cs