Roma, 9 de septiembre de 2018 – Fácil girar la cara, torcer la nariz, exhibir la fachada del aburrimiento y la separación, o simplemente cruzar la calle para no encontrarlos cara a cara. Fácil dirigir una mirada oblicua, atravesada, intransigente, de forma turbia o con aire de superioridad, medirlos de arriba abajo, velando y desvelando una indiscutible actitud de desprecio. Fácil cerrarse en un hermetismo gélido y venenoso, ignorarlos con indiferencia, hacer de cuenta que ni siquiera existen como seres humanos. Fácil desconocer su paso, como si fueran una banda de extra-terrestres, perdidos y errantes, sobre la faz del planeta. Fácil reunir a un grupo hostil y xenófobo, esconder la cobardía en la voz unísona del coro, y gritar: “¡Qué hacen aquí negros, no los necesitamos, vuelvan al lugar de donde salieron!”
Más difícil es comprender por qué se encuentran de este lado del Mediterráneo, este lado que es el “nuestro” y no el “de ellos”? ¿Por qué dejaron su tierra natal, familiares y amigos, arriesgando la vida en la travesía de las aguas bravas? ¿Por qué ofrecieron sus últimos centavos, pagando a los traficantes con el sueño de alcanzar la margen opuesta del mar que conduce al supuesto Eldorado? ¿Por qué, aparentemente inermes, sin raíz y sin destino, recorren las calles de nuestras ciudades en busca de una moneda, de un pedazo de pan, de una oportunidad de trabajo, o de un lugar que pueda servir de “dirección”? Pero también en busca de una mirada abierta, de una sonrisa ancha, de una palabra amiga, de un toque de esperanza, de una ventana orientada hacia el cielo azul, de una puerta por donde recoger los pedazos del sueño quebrado, y recomenzar…
Mucho más difícil es mirarlos en los ojos, cara a cara, predisponerse al encuentro y al diálogo, aceptar el enfrentamiento de ideas, visiones, costumbres y valores. “Intercambiar un cálido abrazo, escuchar sus historias,” perder tiempo “con la tradición de sus expresiones culturales y religiosas, extender la solidaridad a sus heridas y cicatrices, entrelazando sus saberes con los nuestros, dejarse interpelar por la novedad de quien llega de fuera. Hacer del encuentro una encrucijada recíproca, en el sentido de buscar alternativas al modo de vivir y relacionarse en este mundo que se globaliza y, al mismo tiempo, instiga y destila intolerancia…
Casi imposible es abrirles la puerta del corazón, de la casa y de la comunidad, familiar o eclesial. A través de una simple invitación, hacer de este mero forastero un nuevo conocido, un hermano, compartiendo con él el techo y la mesa. Llamarle a formar parte de nuestra rueda de conversación, de nuestro grupo de amistad y de ocio, de nuestros momentos de convivencia, de relajación y de fiesta. Dividir con él las “alegrías y esperanzas, angustias y tristezas”, comulgando del mismo alimento y de la misma esperanza. Reconocer que somos todos extranjeros por las carreteras del mundo, en camino a la patria definitiva…
Lo que parece imposible a los seres humanos, sin embargo, Dios lo hace improvisadamente posible. “Armando su tienda entre nosotros”, el Hijo reveló que uno solo es Padre y Maestro, y que, si el Padre es único, también lo es el “pan nuestro de cada día”. Que somos todos hermanos y hermanas, y que frontera alguna puede separar a aquellos que buscan el Reino de los Cielos. Que, como María de Nazaret, si estamos dispuestos a abrir el corazón y el alma al proyecto de Dios, Él “hace en nosotros maravillas que serán para siempre recordadas y celebradas de generación en generación”. Invierte el rumbo de la historia, “derribando a los poderosos de los tronos y exaltando a los humildes”.
El proyecto divino de luz, amor y paz; perdón, misericordia y sabiduría – lejos de realizarse solamente después de la muerte – comienza hoy, aquí y ahora. Se inicia en cada momento presente, como tiempo cronológico, cierto, dinámico y oportuno. Su plenitud está reservada más allá de la trayectoria humana, sin duda, pero su construcción cotidiana, tiene lugar no por encima o fuera de la historia, sino en el interior mismo de sus embates y de sus coordenadas, en el acto mismo de tejer hechos, actitudes, relaciones y comportamientos. Por eso es que acoger al extranjero que golpea a la puerta es dejar irrumpir en nuestra existencia la voluntad de Dios. Él, el extranjero, nos conduce al total y absolutamente Otro, Insondable y Desconocido. De ello resulta que el migrante, movido por la fe y por la esperanza, marcha y hace marchar el ritmo de la historia. Su movimiento inquieto rompe fronteras, cuestiona e interpela el status quo, descortina horizontes para nuevas y diferentes alternativas. Profeta, artífice y protagonista de un mañana siempre recreado.
P. Alfredo J. Gonçalves, cs